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La gloria de la encarnación

Ha llegado la época navideña, cuando conmemoramos la primera venida de nuestro Señor Jesucristo. En la tormenta cultural actual de la corrección política, es comprensible, sin embargo, que pocas personas esta temporada estén pensando en el don de la gracia de Dios a la humanidad. De hecho, la percepción pública de la Navidad evidentemente ha menguado de lo que solía ser, donde en lugar de crear belenes y proclamar el evangelio, Santa Claus, a quien muchos niños y niñas creen sinceramente que es verdadero, se ha convertido culturalmente en un componente integral de la Navidad en el Occidente.[1] Este personaje ficticio, una combinación de un San Nicolás distorsionado y el Padre Navidad inglés, ha logrado trágicamente de suplantar a Cristo como el símbolo principal de la Navidad para muchos.

Sin embargo, históricamente en la iglesia, eso es cualquier cosa menos que Navidad. Detrás de todos los árboles, las luces y los villancicos, está la razón de la estación, lo que debería estar en la vanguardia: el nacimiento de nuestro Señor Jesús. Era un día glorioso, cuando los reyes magos llegaron trayendo regalos para el Mesías prometido; oro, mirra e incienso, regalos que simbolizaban los oficios reales, sacerdotales y proféticos de su ministerio. Los pastores se apresuraron en los campos para presenciar el nacimiento del Señor en un pesebre (Lc. 2, 15-20), el gran “Yo soy” (Ex. 3:14; Isa. 43:10-11; Juan 8:24, 28, 58) tomando carne humana. Como se profetizo, se le llamaría “Emmanuel” (Isa. 7:14), que significa “Dios con nosotros” (Mat. 1:24-25), y su nombre “Jesús” es el equivalente griego del hebreo “Josué”, que significa “Yahweh es salvación” o “Yahweh salva.”[2]

Esta es la encarnación, el Hijo de Dios tomando carne humana, Dios no creado entrando en la creación. A muchos les parece increíble que el Hijo, siendo de la misma sustancia que el Padre, tomara carne humana para cumplir el plan redentor de Dios. Sin embargo, aunque es difícil de entender para muchos, lo hace aún más glorioso. Fue San Agustín quien dijo que cuanto más incomprensible el mundo pueda ver la encarnación, más divino nos parece, a los que hemos recibido la revelación de Dios en Jesucristo.[3]

En sus Sermons to the People: Making Sense of the Incarnation, San Agustín escribió:

Cristo nació de madre humana y por lo tanto ha encomendado este día santo a los siglos. Nació de un Padre Divino y por lo tanto ha creado todas las edades… Cristo nació de un padre [Dios] y una madre [María], pero sin un padre [humano] o una madre [divina]… sin una madre, sigue siendo un Ser Divino; sin un padre sigue siendo un ser humano.[4]

El concilio eclesiástico de Nicaea en el año 325 dC afirmaba esta verdad, afirmando que, según las Escrituras, Cristo era verdadero Dios del Dios verdadero, de una sola sustancia con el Padre, quien fue eternamente engendrado, no hecho, y que Cristo se hizo humano para nosotros y para nuestra salvación.[5] La encarnación de Jesús y su relación con el Padre pueden haber sido disputadas por hombres como Ario, pero a medida que avanzaba el tiempo, fue la verdad la que prevaleció.[6] El joven obispo Atanasio, más tarde dado el título de “el campeón de la ortodoxia”, escribió varias apologéticas, dos de las cuales son En la Encarnación y Oraciones contra los Arios. Según Atanasio, el historiador Ivor J. Davidson explica que:

Solo la asunción de la humanidad por alguien quien es él mismo plenamente divino podría llevar a cabo un cambio en este estado creado; al convertirse en humano y vivir una vida humana, la Palabra divina, que es en sí misma la verdadera imagen de Dios, restauró la imagen de Dios que está empañada en nosotros.[7]

En otras palabras, Cristo sólo podía ofrecer cambiarnos, y sólo podía perdonar al hombre su pecado, si es plenamente divino; si no lo es, entonces es impotente para redimir y renovar al hombre para reflejar la imagen de Dios. Atanasio tenía razón, y al leer en la palabra revelada de Dios, “el Verbo [Logos] se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Como escribe el comentarista Donald MacLeod: “El Hijo [de Dios] es el Logos” (Juan 1:1).[8]

Atanasio escribe sobre el propósito de su venida, en el cual Cristo había tomado “un cuerpo como el nuestro, porque todos nuestros cuerpos eran susceptibles a la corrupción de la muerte, [y] entregó Su cuerpo a la muerte en lugar de todos, y se lo ofreció al Padre. Esto lo hizo por amor a nosotros.”[9] Cristo había venido a “buscar y salvar lo que se había perdido” (Lc. 19,10), a salvar al hombre de la anarquía, a expiar los pecados del arrepentido y a permitirnos vivir como portadores de la imagen de Dios, sus vicerregentes, bajo su gobierno. En la muerte y resurrección sustitutivas, Cristo tuvo éxito donde Adán había fracasado, y como ordenado por el Padre, su recompensa es la herencia de la tierra y de toda la creación (Sal. 2:8).[10]

“Cristo no es sólo Dios de Dios; él es el nuevo Hombre del Dominio (Ef. 1:20-22),” el es Rey y Salvador soberano. [11] En Cristo ahora podemos llevar a cabo la Gran Comisión, el avance de su reino a través del poder de su Espíritu Santo. Es el intercambio personal de muerte por la vida eterna, la salvación y la redención disponibles en Cristo, pero también es el intercambio de una cultura de muerte por una cultura de vida, una cultura en armonía con la palabra revelada de Dios.

Por eso encontramos gran gozo en el Evangelio, porque como escribió san Agustín, “[Cristo] deseaba convertirse en uno de nuestros hijos para hacer algo encantador por nosotros; es decir, hacernos todos Sus hijos, los hijos de Dios.”[12] Por eso celebramos la Navidad, la gloria de la encarnación, en que Cristo, mientras “acostado en un pesebre… el mundo descansaba en sus manos. [Y] cuando era un niño, no tenía palabras, y sin embargo era el Verbo mismo.”[13] Que su primer adviento nos recuerde de su segundo adviento venidero y nuestro llamamiento a predicar la buena nueva del reino de Dios mientras esperamos el regreso prometido de nuestro Señor.


[1] Tanya Lewis, ‘Kids’ Belief in Santa Myth Is Healthy, Psychologists Say’, Live Science, last modified December 19, 2013, http://www.livescience.com/42089-kid-s-belief-in-santa-is-healthy.html.

[2] R.C. Sproul and Keith Mathison, eds., The Reformation Study Bible, English Standard Version. (Lake Mary, FL.: Ligonier Ministries, 2005), 1362.

[3] Augustine of Hippo. Sermons to the People: Advent, Christmas, New Year’s, Epiphany. trans. and ed. William Griffin (New York, NY.: Image Books Double Day, 2002 [orig. 1935]), 57.

[4] Augustine of Hippo. Sermons to the People: Advent, Christmas, New Year’s, Epiphany, 59.

[5] Mark A. Noll, Turning Points: Decisive Moments in the History of Christianity, Third Edition, (Grand Rapids: Baker Academic, 2012), 48-49.

[6] Robert A. Baker and John M. Landers, A Summary of Christian History, Third Edition, (Nashville: B&H Publishing Group, 2005), 65.

[7] Ivor J. Davidson. A Public Faith: From Constantine to the Medieval World AD 312-600, ed. John D. Woodbridge, David F. Wright, and Tim Dowley, Volume Two. (Grand Rapids: Baker Books, 2005), 64.

[8] Donald MacLeod. The Person of Christ: Contours of Christian Theology (Downers Grove, IL.: InterVarsity Press, 1998), 73.

[9] Cited in St. Athanasius on the Incarnation: The Treatise “De Incarnatione Verbi Dei, trans. and ed. A Religious of CSMV (Crestwood, NY.: St. Vladimir’s Seminary Press, 1953 [orig. 1944]), 33-34.

[10] P. Andrew Sandlin, The Full Gospel: A Biblical Vocabulary of Salvation (Vallecito, CA: Chalcedon Foundation, 2001), 18.

[11] Cited in Sandlin, The Full Gospel: A Biblical Vocabulary of Salvation. Robert S. Rayburn, “The Presbyterian Doctrines of Covenant Children, Covenant Nurture, and Covenant Succession,” Presbyterion, 22:2 (1996), 76-112.

[12] Augustine of Hippo. Sermons to the People: Advent, Christmas, New Year’s, Epiphany, 60.

[13] Ibid, 57.